2013 y nuevo disco del viejo muchacho. Sabrán ustedes, viejos navegadores de internet, sobre los cuatro productores distintos, sobre el título curioso, etc. Y si no lo saben, búsquenlo. De todas maneras, nada de eso importa demasiado. Tampoco, si McCartney es un ejemplo, a su edad, o un bochorno, a su edad. Importa lo que grabó y entrega.
Y no está mal. No es mejor ni peor que lo inmediatamente anterior. Se sabe -y si no lo saben, búsquenlo- que el artista está en un cierto resurgimiento desde hace unos años. Es verdad; basta comparar ésto con, por decir algo, London Town, de Wings y de 1978. Como hemos repetido en este blog, no se sostiene la discriminación etaria en el mundo del rock. Muchas veces los veteranos rinden más ahora que de jóvenes. Este es un caso.
De todos modos, hay una sensación de límite. Se escucha el disco -o los dos o tres anteriores- y se dice: "Ah, muy bien" y al mismo tiempo: "¿Pero no hay más que ésto?" Y eso se aplica, quizás, no solamente a McCartney. Llega un punto en la vida en que no hay mucho más, salvo repetirse y apoyarse en el bastón de la experiencia adquirida. Lo que merece respeto, pero no ilusiona. La ilusión, eso sí que es un asunto de jóvenes...
Como sea, los temas son buenos, no hay gran invención pero sí solvencia. Diríamos que la solvencia está escondida detrás de esas melodías que parecen obvias pero que si realmente lo fueran, ¿por qué no se escuchan más a menudo y a manos de compositores que no sean Paul McCartney? Su talento es esa aparente simplicidad, ese disfraz sonriente que hace que creamos que esas canciones no son difíciles de componer ni de interpretar. Sin embargo, prestando atención, la inteligencia musical abunda. Este es quizá -siempre lo fue- uno de los logros más altos de McCartney.
Y en este caso, hay detalles: incorporaciones electrónicas, exploraciones sónicas, alguna vuelta de tuerca. Nada muy notorio ni muy notable, pero sí interesante.
Destacamos, además, uno de los temas finales, Road. Es excelente. Ojalá -nos permitimos desear- McCartney hubiera hecho o haga alguna vez un disco entero en esa modalidad más calma y seria, moderna y no antojadiza, sin pensar tanto en las butacas de los estadios. Porque aquí, sí que piensa en la necesidad de cánticos a coro. Tres temas, por lo menos -y nada malos, por otra parte- parecen diseñados para que la gente se entusiasme, baile y cante. Eso no es un pecado, pero sentimos que el McCartney actual, o mejor dicho su alma artística genuina, está más en Road que en otras partes. O quizás no, y somos unos ilusos.
Esto no es, no puede ser una reseña crítica. Falta el necesario distanciamiento. El disco salió (en algunas partes del mundo) el viernes pasado. (En otras partes del mundo saldrá el lunes). Así que apenas consignaremos unas primeras impresiones. Quizá no deberíamos, ya que aquí prometemos "críticas", pero al fin y al cabo es nuestro blog y haremos como mejor nos parezca. Y nos parece mejor señalar la existencia de este disco, sin esperas.
¿Por qué? En primer lugar, porque esta banda, aunque clásica y sobreviviente, ha sido encasillada de dos maneras (y peor aún, a manos de sus propios seguidores): 1) como una estricta banda de hard rock, y 2) como una banda que hoy en día sólo vale para dar conciertos.
Hay un gramo de verdad en ambas afirmaciones, pero no por ello dejan de ser malvados prejuicios. Es decir ideas puestas por delante de la realidad, bloqueando toda visión honesta de la realidad.
Y la realidad es que si bien Deep Purple es, ha sido y tal vez será un eje importante en la historia del hard rock, y nadie espera un disco country o hip hop de ellos, también es, ha sido y tal vez será mucho más que eso. Si queremos rótulos, perfectamente le cabrían, también, el de banda de jazz, de funky, de soul, de blues, de progresiva. De veras.
Y si bien la sala de conciertos es para ellos un ámbito de brillo absoluto (basta mirar en YouTube), demostrando su notable capacidad de ensamble, de improvisación y de fuego, desmentir la capacidad compositiva de esta veterana gente es, por lo menos, una falta de tino. Y por lo más, una falta de inteligencia, de percepción y de sensibilidad.
Y en segundo lugar, nos importa dejar constancia de la existencia de este disco por la simple razón de que es realmente bueno. En ese sentido, estamos actuando casi como publicistas honorarios, sin quejas por la falta de un pago monetario, ya que en gran parte escribimos para fomentar la escucha. A fin de cuentas, escribir sobre un asunto es publicitarlo. Siempre.
Así que nos limitamos a decir -por ahora-: un disco ahíto de variada y buena música, duro y flexible, quizás un poco solemne, poderoso, hábil, eficiente, deudor del pasado -del pasado entero, no del que recortan los fans menos lúcidos-, abierto, nada prejuicioso, bien trabajado, espontáneo, bien producido, complejo, simple, esperable e inesperado. No diremos más hasta dentro de un tiempo.
Pero preferimos hablar ahora para contrarrestar la cantidad de tonterías que hemos leído en la web. Gracias por su atención.
Hell to pay
ADDENDA DEL 29/4/2013
Hoy, lunes, que el disco está a la venta y pueden ustedes comprarlo legítimamente, seguimos con nuestra tarea publicitario-crítica, ahora con más énfasis en la crítica, dado que hemos podido escucharlo repetidamente durante el fin de semana.
¿La conclusión inicial? Un disco más difícil que los dos anteriores -Bananas y Rapture of the deep-. No sabemos si decir que mejor, pero sin duda que diferente en por lo menos dos aspectos: una producción lujosa, bastante típica de Bob Ezrin (de quien desconfiábamos un poco, ya que el tipo a veces resulta bombástico; pero aquí hizo un buen trabajo), y una ausencia casi total de verdadero rock´n´roll (si por rock´n´roll entendemos algo como por ejemplo Highway star; es decir ritmos de cuatro por cuatro para sacudir la cabeza). Por supuesto que no faltan el swing y la fuerza -características definitorias de la banda- pero, a grandes rasgos, se puede decir que éste es más bien un disco progresivo -si tiene algún sentido hablar de "progresión" en estos tiempos... pero se entiende: suena en parte como algo que se podría haber hecho, no necesariamente en los setenta, sino en los ochenta a cargo de una banda de los setenta. Así, no es tan desquiciada la promoción de la discográfica -mentirosa, por otra parte- que sostiene pomposamente que esto es una mezcla de Perfect strangers de 1984 con Made in Japan de 1972; de Made in Japan tiene muy poco, excepto por algunos notables pasajes instrumentales -al parecer improvisados en el estudio-; de Perfect strangers, sin embargo, tiene bastante; con una salvedad: estas canciones son muy superiores. No hay un solo tema malo, o siquiera débil.
Como dijimos en la primera entrega, desacreditar la capacidad de esta gente como compositores es ridículo, y aquí sobran las muestras de know-how, hasta diríamos de inspiración. Inclusive, porque el disco parece tener un tema, o al menos un punto de vista: el de unos viejos hippies que miran al pasado y sobre todo al presente con cierto desagrado incómodo y, por qué no, con cierto sentimiento de tragedia. Esto es particularmente notorio en la intensa Out of hand -posiblemente la mejor canción del disco. Así también en el lírico tema dedicado al fallecido Jon Lord. Sea como fuere, y excepción hecha de los inevitables -y casi siempre divertidos- devaneos eróticos de Ian Gillan -representados aquí en la sensual Body line y de manera tangencial y muy perversa en la excelente Après vous-, de principio a fin hay una actitud de rebeldía (resignada, claro) ante los tiempos actuales, demasiado parroquiales en su corrección política para el espiritual y desaforado Gillan y demasiado manufacturados y poco exigentes para unos antiguos músicos virtuosos y justificadamente orgullosos.
En suma, y aunque todavía es demasiado pronto, este es, a nuestro juicio y por el momento, unos de los mejores discos de la banda (aclarando que, también a nuestro juicio -no muy compartido-, Bananas de 2003 es mejor que gran parte de la producción considerada "clásica" de la banda).
Si se nos ocurre algo más, lo diremos.
Gracias.
Es norma del blog no opinar sobre discos recientes; en parte, por la intención de revisar juicios ajenos anteriores, adheridos demasiado rígidamente a una obra, al punto que se toman como un componente más de la obra; y en parte porque esa práctica nos avisa sobre el riesgo de un juicio apurado a partir del primer impacto. El paso del tiempo es el verdadero juez. Sin embargo, por tratarse de Bob Dylan y, en particular, de un disco que está siendo aclamado, corremos el riesgo. Sepan los lectores que nos exponemos a un gran arrepentimiento.
Trataremos de ser sucintos (quizás por temor), y de emplear un método. Veamos la relación entre la cantidad de canciones y la calidad. Tempest presenta diez temas. Entre ellos: Cuatro pueden ponerse al lado de los mejores del pasado del artista. Tres podrían haber figurado en sus últimos álbumes; es decir, lindos blues tradicionales, buenos y sólidos, sin enorme destaque. Dos son muy buenas.
Y una es muy buena musicalmente, aunque literariamente se queda corta.
En lo literario, salvo esta última, el nivel es alto.
Las melodías parecen haber existido desde siempre, y la banda y los arreglos son excelentes. La producción, anticuada, aireada y precisa, como todas las recientes en manos de Dylan.
Diremos poco, en parte porque no hay mucho para agregar a lo que tan abundamente se ha dicho. Y en parte porque nuestro interés, en este caso, no es el comentario ni la crítica, sino la recomendación. Iremos por (breves) partes:
1. Quien no haya escuchado a King Crimson (en cualquiera de sus múltiples encarnaduras) y sostenga un aprecio así sea superficial por el rock, merece que se sospeche de la validez de ese aprecio.
2. Quien desdeñe al King Crimson de los años ochenta por el mero hecho de que esos eran los años ochenta y "nada bueno puede provenir de los años ochenta", bueno, por favor...
3. Quien no desdeñe a ese King Crimson en particular, pero desconozca este registro en vivo, no puede decir con honor que conoce al King Crimson de los ochenta. Porque:
3.1. King Crimson es una banda concebida para el concierto (véase Fripp).
3.2. Por lo tanto, suena mejor en vivo. Con una fuerza y pasión que no siempre aparece en el estudio de grabación.
Y por último:
Este disco permite relegar a los tres anteriores, de estudio y muy buenos, y quizás hasta sustituirlos.
Ah, bueno. Bob Dylan. Acá es donde la cosa se pone interesante. Porque hay que acarrear con un montón de información-leyenda. Pesadísima:
1) Bob Dylan es un poeta, e incluso el más grande de los últimos tiempos (estos últimos tiempos son hace unos cincuenta años, más o menos).
2) Bob Dylan no es sólo un poeta, sino un profeta (no se sabe bien de qué, ya que el tipo ha negado su afiliación a cualquier clase de izquierdismo, y si bien es cierto que gusta de los negros -véase su apasionada defensa del boxeador Rubin Carter, encarcelado malamente-y que hizo algunas viejas canciones que parecen la versión estadounidense del canto popular uruguayo-, en general es más bien un religioso -quizás cristiano, quizás judío- que cree en la corrupción intrínseca de la naturaleza humana. Si es un profeta, entonces, lo es más del fin del mundo que de la revolución socialista. Ningún socialista revolucionario cree en la podredumbre humana -cree que es un efecto colateral del capitalismo, nada más, y que basta borrar de la faz de la Tierra al susodicho sistema socioeconómicosimbólico para que los hombres -y las mujeres, porque los izquierdistas han de ser también femenistas, necesariamente- se vuelvan buenos -y buenas- como el pan. Bob Dylan, vamos, no cree nada de eso. -Y quizás hace bien-).
3) Bob Dylan era Dios en los años sesenta, pero no en los setenta, mucho menos en los ochenta; en los noventa pudo ganar el Oscar y en los dosmiles hacerse pasar por cowboy nostálgico, burlón y bluesero, pero Dios, lo que se dice Dios, sólo lo fue en los sesenta -cuando los Dioses pululaban por la Tierra).
Bueno, dicho todo esto, vayamos al disco que nos ocupa, Street Legal. Para ello, remitámonos a los puntos precedentes.
1) Bob Dylan no es realmente un poeta, salvo que se entienda por poeta a un compositor de canciones. Pero eso es raro, porque las canciones aplican música a las palabras, y así, las palabras de la poesía -que deben ser su propia música- amplían o estrechan en este contexto su eficacia poética. Por lo tanto, puede ser válido, hasta incluso sensato y noble, decir que Bob Dylan es el mejor compositor de canciones de los últimos tiempos (aunque eso de "el mejor" es siempre un fiasco; ¿qué quiere decir "el mejor"? No se trata de una competencia deportiva).
2) Si Bob Dylan es un profeta, es uno que cobra bastante bien.
3) Bob Dylan no es Dios, y él sería el primero en decirlo, ya que se trata de un hombre temeroso de, justamente, Dios. Inclusive grabó, a principios de los setenta, un disco doble de canciones campechanas para demostrar que, en efecto, carece de cualquier poder divino. (Pero claro, eso lo hizo a principios de los setenta, cuando ya no era, evidentemente, Dios). Street Legal, en todo caso, es la demostración de nuestras hipótesis contrarias al credo general, y en suma, un disco muy bueno, demasiado bueno para haber sido hecho por un poeta -que probablemente hubiera carecido del swing musical sabroso y turbio que se ofrece aquí todo el tiempo-, para haber sido hecho por un profeta- que hubiera estropeado ciertos amargos cinismos desencantados con arengas sobre la superioridad del Cielo sobre la Tierra-y para haber sido hecho por Dios -en cuyo caso sólo obtendríamos silencio, pues en eso se especializa el Ser Supremo. Street Legal, tal vez porque cayó en un momento en que cierta gente esperaba otra cosa -y quién sabe qué espera la gente; ni siquiera la gente-, fue entendido en su momento -1978- como una concesión decadente al sonido de Las Vegas y a cierta infatuación del artista con un vago como Neil Diamond. Y si bien, escuchándolo hoy, puede entenderse por qué esa cierta gente pensó esa cierta cosa -en comparación con otros de Dylan, este disco abunda en instrumentación, con grande destaque para los vientos -siempre equiparables a Las Vegas, si nos ponemos malvados- y para los omnipresentes coros femeninos al estilo gospel -que después mancharían para siempre, hasta mediados de los ochenta, las grabaciones de Dylan. Pero nosotros, que conocemos Las Vegas -estuvimos allí hace muchos años, y vimos a Tony Benett en no recordamos ya qué hotel-, creemos que Street Legal en absoluto se le parece, y si lo hace, es en sentido positivo: la ciudad del pecado no está tan mal como ámbito donde acontecen varias de las historias de este disco. Donde, al menos, podrían acontecer, aunque también decimos que podrían acontecer a la vuelta de tu casa, aunque vivas en Latinoamérica, y ser vos mismo el protagonista. Así de feas son estas historias.
No, no tan feas. Apenas humanas, contradictorias -eso incluye el sexismo y la desesperación por la compañía femenina, la personificación de un latino oprimido por el poder yanqui y la soberbia y la depresión de una vieja rockstar-, muy confusas y confundidas, pero siempre magníficas. Realmente, creer que aquí no está el más augusto Bob Dylan -uno de los más augustos Bob Dylans- es extraño.
Nosotros decimos -porque nos gusta decir- que aquí hay dos de las más memorables canciones del bardo de la voz característica: Changing of the guard y Where are you tonight? Que no aparezcan jamás en ningún compilado de "Lo mejor de... " es una de las grandes extrañezas -e injusticias- de la Historia. La primera es gloriosa -puede escucharse unas veinte veces seguidas sin cansar- y la segunda, equiparable a, por ejemplo, You can´t always get what you want de los Rolling Stones. Y sin embargo siguen hablando, algunos, sobre Las Vegas y Neil Diamond. Hay gente que no madura jamás...
Vamos acercándonos a esta orilla. El argentino Charly García -ahora al parecer recuperado, aunque con una sonrisa permanente sospechosa-, durante su etapa Say No More -que a tantos incautos atrapó-, grabó algunos discos. Por lo general, en retazos, repetitivos, livianamente extraños. Algo por el estilo puede decirse sobre éste. Sin embargo, es mejor.
Si bien comete algunos pecados típicos de la etapa -repetir canciones, por ejemplo-, hay aquí bastante música válida. Se diría, tal vez, que es éste el mejor disco de la etapa (luego del casi abismal El aguante).
Interesa ver a García como una continuidad, a pesar de todo. Aquí, por ejemplo, tenemos algún tema de Serú Girán -viejos fines de los años setenta- y, escondido por ahí, algún arreglo jazz-funk. También, la comprobada capacidad para adueñarse de temas ajenos -en este caso, el que da título al álbum, que podría ser un clásico de García. Y buenos temas (nuevos) propios.
Alguien ha dicho que los discos de la etapa parecen EPs. Es cierto, pero en el caso que nos ocupa, la cantidad de buen material excede ese formato.
Además, como siempre, la etapa marcó un cambio interesante: el fin del seguimiento de las modas sonoras. Desde el Say No More de 1996, García creó su propia sonoridad -y eso compensa -hasta cierto punto- por la degradación compositora.
Quién sabe qué traerá el futuro, pero al menos aquí encontramos un álbum digno de escucharse de principio a fin, no sin apretar los dientes en algunos momentos (pocos), pero disfrutando -en general- de un sólido pop rock más o menos sucio y moderadamente loco.
Sea como fuera, brilla en comparación al último Kill Gil. Eso nos parece, y con eso alcanza. Nuestro capricho es ley... o al menos decreto, en este blog.
"Queen", entre comillas. Saquemos de en medio este asunto antes de hablar del disco; sí, sólo son el guitarrista Brian May y el baterista Roger Taylor; ni siquiera el bajista John Deacon, ni -obviamente- el cantante original, que hace décadas reposa bajo tierra... La mitad de Queen, entonces. Como si Paul McCartney y Ringo Starr se juntaran con algún cantante (tal vez Eric Burdon, por qué no) y dijeran: Los Beatles+Eric Burdon... El mínimo de dignidad se intenta salvar así a través de un minúsculo signo de más, que quiere sugerir "sabemos que no somos la banda original, pero no olviden que fuimos parte...". El motivo de la denominación es, por lo tanto, indiscutiblemente comercial: ¿quién prestaría mucha atención (quién compraría en grandes cantidades) a May y a Taylor por las suyas, sin el paraguas protector de "Queen"?
Es la objeción inevitable que suele hacérsele a este disco, pero hay otras, también frecuentes: a) los clisés de las letras y b) suena más como Bad Company (antigua banda hard rock del cantante Rodgers) que como Queen. Y es cierto. Sin embargo:
a) Menos mal que no suena ni intenta sonar como Queen. Sería imposible sin Mercury, y hay aquí quizás otro pequeño -o no tan pequeño- resquicio de dignidad, y
b) los clisés, a veces, son preferibles y más sinceros que las letras auténticamente malas.
En suma, un disco semióticamente difícil. Se debe atravesar toda una serie de problemas imaginarios antes de llegar a la esencia de esta música. Que no es la gran cosa, excepto por la buena musicalidad permanente; dígase lo que se quiera, tenemos aquí a tres experimentados músicos dándose el gusto. Volviendo -al menos May y Taylor- a cierta simpleza bluesera casi inconseguible en el auténtico Queen. Haciendo un disco que si se lo escucha como si fuera de -digamos- Dr. Feelgood -banda bastante alabada en este blog-, es decir una banda sin pretensiones más allá de darse y dar el gusto, probando una y otra vez viejos parámetros musicales de otra época, se disfruta. Se puede poner entero sin que moleste. Es -digamos- "bueno" (tan entrecomillado como "Queen"). Y las letras no son tan espantosas como las pintan; ciertamente no ganarían un concurso de poesía, pero tampoco las del viejo Bad Company ni las del viejo Queen (aunque en este último caso había cierta cualidad redentora: el humor, que aquí apenas aparece en el tema "C-lebrity", una burla -imaginamos que escrita mayormente por Taylor- hacia los participantes de los reality shows). En general, recibimos imprecaciones acerca del "poder del rock´n' roll" y sobre la necesidad de creer en esto y en aquello y de "hacer los sueños realidad" y bla bla. Sea como fuere, también se recibe cierto placer, seguramente el que experimentaron a su vez los músicos mientras grababan, libres de ataduras -entre ellas, la atadura de la "calidad". Porque si bien este es un disco de música gastada, se puede decir que nació gastada, que se concibió gastada y que hubo amor por lo gastado. Eso se trasmite y, por qué no, se agradece.
El cosmos ni se habrá enterado de este disco, pero nosotros, más benignos y modestos, podemos darle unas escuchadas y decir "no está mal". Mientras disfrutamos de la bronca voz de Rodgers (casi la némesis de Mercury), la guitarra de May y la percusión de Taylor. Serán tontos, codiciosos, inescrupulosos, demasiado nostalgiosos de glorias pasadas, vanidosos, anticuados, pero, innegablemente, buenos músicos y contentos. ¿Es suficiente? Al menos es algo. Algo un poco mejor que, por ejemplo, el último disco de los Rolling Stones, que siguen llamándose así pero hace tiempo que son "los Rolling Stones".